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Pelos en la ducha.

  Cada mañana, es lo mismo. Me levanto antes de que el despertador suene, como si mi cuerpo se hubiera aprendido a no depender de él. La casa está en silencio, demasiado, y mientras camino descalza hacia el baño, puedo sentir el frío del suelo bajo los pies, pero ya no me molesta. Me he acostumbrado. Entro en la ducha, dejo que el agua corra, siempre un poco más de lo necesario, como si en esos segundos de espera se diluyera algo que no sé bien cómo nombrar. Me inclino ligeramente hacia adelante, las manos en el borde del mármol húmedo, y entonces lo veo. Los pelos. Siempre están ahí, pegados en la rejilla del desagüe, esperando a que los recoja. Finos, castaños, algunos blancos. Nunca antes los había notado tanto. Los recojo uno por uno, con una especie de asombro mecánico, como si fueran pruebas silenciosas de lo inevitable. Los primeros días no les di importancia, pero ahora, cada mechón que cae se siente como un pequeño aviso, una señal de lo que va desapareciendo sin que me d

El silencio de los Pirineos

 En la vastedad silenciosa de los Pirineos aragoneses, Inés vivía en un pequeño pueblo, una reliquia donde las casas de piedra eran testigos mudos del tiempo. Los días transcurrían entre monotonía y nostalgia. Inés había regresado al pueblo tras una vida en la ciudad, buscando escapar del bullicio y reencontrarse con sus raíces. Pero lo que encontró fue un silencio abrumador. Su rutina consistía en largas caminatas por senderos bordeados de trigo y girasoles marchitos, paisajes antaño fértiles. Cada atardecer, se sentaba frente a la ventana, viendo cómo el sol se ocultaba tras las montañas. Recordaba las voces de sus abuelos, las historias de un tiempo en que el pueblo estaba lleno de vida. A medida que pasaban los días, la soledad calaba más hondo. Las noches, se volvieron opresivas, y el frío de los inviernos se instaló en su pecho. Inés empezó a sentir una desesperanza creciente, una sensación de abandono que no lograba sacudirse. La conexión con la naturaleza, que antes la consolab

El ascensor

Juan era un niño de ocho años que vivía en el octavo piso de un edificio antiguo. Con su corta edad, ya se había convertido en un experto en usar el ascensor para hacer recados, como comprar el pan en la tienda de abajo. Aquel día, su amigo Carlos había subido a su casa para jugar, pero pronto tuvo que irse porque su madre lo esperaba en la calle. Juan lo acompañó hasta la planta baja, asegurándose de que saliera bien. — Nos vemos mañana—dijo Carlos mientras corría hacia su madre. Juan observó cómo se alejaban y luego regresó al ascensor, apretando el botón del octavo piso. Mientras las puertas se cerraban, Juan sintió un leve escalofrío recorrer su espalda, pero lo atribuyó al viento que se colaba por la puerta principal. Cuando llegó a su piso, salió del ascensor y caminó hacia la puerta de su casa. Estaba cerrada. Frunció el ceño, seguro de haberla dejado abierta. Tocó el timbre, esperando oír los pasos familiares de su madre, pero no hubo respuesta. Golpeó la puerta con los nudil

El último habitante

  Con los pies aún desnudos, se apoyó en el frío suelo de terrazo desgastado. Su mano agarró la bata que colgaba encima de la mecedora y, con cierta dificultad, se la echó por encima de sus huesudos hombros. Pensó que quizás iría más cómoda con ella puesta, pero aquella mañana se levantó con un dolor añadido a sus habituales molestias de espalda y huesos. Arrastrando los pies, llegó hasta el cuarto de baño. La luz amarillenta parpadeaba. Le dio igual, total, aquella mañana sería la última en que aquel espejo reflejara su imagen. Tenía prácticamente todo preparado para marcharse. Una luz tenue entraba tímidamente por la ventana del baño. Aún quedaban algunas horas para que su hijo fuera a buscarla e irse a vivir con él. Unas horas para ella sola en aquella casa. Un tiempo para despedirse de sus rincones y fantasmas. Peinó su pelo canoso y unos finos mechones quedaron atrapados en su cepillo. Suspiró con resignación. Acercó su cara al espejo; un rostro inundado de arrugas, solo en su mir

Amantes.

  Hubiera reconocido aquella mirada triste de ojos caídos entre un millón. Habían pasado  más de veinte años años y ahí, frente a la Plaza Del Pilar, volví a encontrarme con aquellos  ojos del color del mar. —Que aproveche y feliz día de San Valero—dijo. Me quedé embobado. Aún quedaban resquicios de antaño: su cara, todavía de  aspecto aniñado; su pelo a la altura de aquel cuello que tantas veces había mordido, del  color de la plata vieja. Un murmullo ronco a mi espalda denotaba una prisa malhumorada para que aligerara el  paso. —Gracias por el roscón, Pilar—respondí deseando con todas mis fuerzas  que reconociera mis ojos. Me largué de ahí con el dulce en una mano y mi corazón del revés. —¡Espera Marcos! La vi caminado hacia mi entre la niebla espesa y, cuando estaba a menos de un palmo,  me agarró de una mano y me abrazo. Hundí mi nariz entre su bufanda y aspiré su olor. Nos  miramos a los ojos, aún cogidos de la mano. —Me alegro mucho de verte, Marcos, ¿qué es de tu vida? —Ya ves,

El viaje

  Se levantó de la cama antes de que amaneciera. Llevaba ya, mucho tiempo sin poder descansar por las noches a pesar de tomar unos ansiolíticos que mensualmente le recetaba su médico de cabecera sin ni siquiera intuir este, que algo más de lo que ella le explicaba de forma parca ocurría dentro de su cabeza. Preparó café, largo y con leche fría. Encendió un cigarro y puso la tele. Cuando terminó, lavó la taza, la enjuagó y la dejó abandonada con le resto de vajilla que apenas usaba. Se desnudó en el baño y colgó su pijama al lado de una toalla que en sus mejores momentos había sido del color verde esperanza. Cogió una cuchilla limpia y se rasuró bien las piernas, se repasó las axilas y cuando hubo terminado con todo se metió en la ducha. Aquella mañana se dio el capricho de bañarse durante más de dos minutos. Se lavó el pelo y se puso una mascarilla que olía a algo más de lo que anunciaba la etiqueta. Aquella mañana se echó el perfume que tan solo usaba para las ocasiones especiales,

Mi vecina de enfrente.

  Llevaba viviendo en mi casa junto a mi pareja un año. Un piso minúsculo, de alquiler y a medio amueblar. Doce meses más tarde, una mañana, mientras preparaba café con más sueño que otra cosa y a pesar de las legañas incrustadas en mis ojos, la vi, era mi nueva vecina de enfrente. Después de un año sintiéndome libre para campar a mis anchas, a mi  antojo y sin tener que compartir ascensor ni conversaciones absurdas con nadie, tenía al otro lado de la ventana a una mujer. Mi vecina rondaría los cuarenta o quizás los cuarenta y cinco años. Vivía sola, aunque a veces la visitaba un hombre alto y moreno que la besaba con pasión. En aquella época yo no trabajaba. De forma esporádica me iba saliendo algún trabajo mal pagado. Daba gracias a que mi pareja tenía un puesto más o menos estable y con eso cubríamos los gastos de la casa y la comida sin darnos grandes caprichos. La ventana de mi vecina no tenía cortina, era blanca y brillaba cada día, lloviera o no. Mi ventana era vieja con

Uno de noviembre

Mi madre murió delante de mí. Se atragantó con una espina de pescado. Era un uno de noviembre el día en que mi madre yo yo nos sentamos juntos a la mesa por última vez. Yo tan solo tenía diez años. Pasaron cuarenta y cinco años cuando volví a verla después de que muriera axfisiada delante de mi presencia sin hacer absolutamente nada por ella. El espejo de la habitación reflejó nuestras caras, la de mi madre no había cambiado en absoluto desde aquel uno de noviembre; azul violácea a causa del ahogamiento que sufrió cuando aquella afilada espina se le cruzó en mitad de su garganta dejándola sin aliento. La mía, ya no era la de un niño de diez años, si no la de un viejo cansado y arrugado. La observé completamente estupefacto. Llevaba su traje almidonado de color negro. Un vestido largo y austero, el mismo, que vistió en el funeral de mi padre cuando yo era un niño pequeño. Ella me devolvió la mirada a través de un espejo salpicado de suciedad y angustia. El mismo en el que cuarenta

La casa vacía

  Me largué de casa hace veinte años. Tampoco he vuelto a ver el mar desde entonces. Vivíamos muy cerca de la costa Brava, a menos de media hora en coche. Nos sentíamos unos auténticos privilegiados pudiéndolo tener todo. Yo trabajaba como editora decidiendo que libros se publicaban en esos momentos y cuales no: este libro sirve, este otro es una mierda, no me gusta este título o, ¿cómo ha podido fulanito escribir esta saga después de que su primer libro fuera un auténtico best seller? ¿siendo el número uno en ventas? Yo llevaba la batuta, era la reina, la que estaba encima de la cúspide de la pirámide. Mi marido era un reconocido dentista y luego estaba nuestro hijo de tres años que se llamaba Juan. Aquella mañana de sábado quisimos salir temprano para aprovechar bien el día. Juan aún dormía y fui yo la que lo acomodé en la sillita del coche con cuidado para que no despertara. Queríamos ser los primeros en llegar a la playa para descansar, bañarnos con Juan y luego a mediodía ir al ch

El viaje

  Todos los días el señor Santos se levanta antes del amanecer. Camino a cocheras detiene sus pasos en el bar de la esquina—un café y una tostada—. Hoy va a ser un día diferente para el señor Santos; hoy será su último viaje en su autobús como conductor. La primera persona que sube es la señora Samantha. La conoce desde hace treinta años y desde aquella mañana de mil novecientos noventa y dos no ha dejado de subirse ni un solo día—apenas se han dirigido un par de frases corteses a lo largo de los años—.Tan solo faltan tres paradas para que baje. El autobús va en silencio. La observa con disimulo a través del espejo—ella lo mira con ojos tristes—. El señor Santos se queda absorto cuando ve que Samantha arroja un papel doblado en cuatro. Cuando el señor Santos gira la curva, ella ya no está. Tan solo un viajero despistado en el autobús—es un domingo de agosto—. En un semáforo en rojo, el señor Santos se levanta de su asiento y con paso cansino se agacha a recoger el papel que segund

La cita

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  Abrí una cuenta en Tinder y dejé volar mi imaginación maquillando un poco mi perfil. Quería mejorar mi aspecto y mi status a la máxima potencia. Robé algunos granos de sal y pimienta vertiéndolos de manera obscena sobre mi amargura, fealdad y mediocridad. Mi cabeza comenzó a fantasear. Imaginé que yo era alguien que tenía un excelente trabajo. Un trabajo importante. Un trabajo para vivir holgadamente o quizás un poco más que eso. Un trabajo con el que cada fin de mes pudiera llenar mi hucha para poder regalarme cosas bonitas y trastos inútiles para luego guardarlos en el fondo de mi armario—deliro imaginando a mis amigas muertas de la envidia—. Miré a mi alrededor. No tenía ni un ápice de todo lo que mi cabeza loca inventaba—vivir de una ayuda no da para mucho y levantarme cada mañana temprano para salir a la calle a ganarme el sueldo...Hace tiempo que no trabajo y cuando lo hago es porque no me queda otra. Me da pereza madrugar, asearme y salir al mundo en definitiva

Crudeza

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El reloj suena puntual a las cinco de la mañana. Nunca he visto ni he conocido a algo o a alguien tan cumplidor como el viejo y roñoso aparato que preside en mi mesilla de noche. Me levanto despacio. No quiero que él se desvele. Tan solo el crujido de alguna de mis vértebras es lo que mis oídos logran oír. Ni siquiera escucho su respiración. Tampoco la de los gemelos, que duermen en el cuarto de al lado. Enciendo la luz de la lámpara que apoya junto al reloj despertador y, a un libro que he deseado leer como media docena de veces. En ninguno de mis intentos he logrado pasar de la primera página. El cansancio mental me impide concentrarme en la novela. Compruebo que respira. La luz amarillenta que desprende el foco, ilumina su rostro envuelto en pequeñas moléculas de polvo. Aún dormido, se le ve cansado. Hastiado. Le pesa la vida. Lo sé. Antes de ir a la cocina, paso primero por el cuarto de los gemelos. Sus pechos se mueven al son de sus respiraciones. Beso las dos cab

Compañeros de trabajo...

He llegado del trabajo cansada de todo; casi diez horas de pie y sin apenas moverme, observando como unas patatas pasan por una canaleta de plástico una tras otra. Mi trabajo consiste en echar a un saco, las patatas podridas; el olor que se forma en la minúscula nave es nauseabundo. Hoy me toca sacarlo a mi fuera de ahí; un saco que lo mismo es más grande que yo. Como no puedo echármelo a la espalda lo arrastro con las dos manos los metros necesarios hasta llegar a la zona de los escombros. Hace tanto frío, que llevo las manos cuarteadas y el pelo me cae por la frente dejando que unas pequeñas gotas de rocío resbalen por mi nariz; me hacen cosquillas, pero no puedo soltar el puto saco. Lo único que me reconforta es que en cuanto suelte el bolsón mugriento me fumaré un cigarro. Me da lo mismo el frío, el viento y el olor. Me refugiaré entre los sacos y desde luego no pienso desperdiciar ni una calada. —¿Quieres fuego? Me sobresalto, la verdad. No esperaba a nadie en mi escondri

Noche de madrugada

  Se levantó de madrugada para ir al cuarto de baño. Su marido descansaba a su lado en la cama, igual que un niño pequeño. No dormía como ella; de lado y acurrucada a su cuerpo, si no hacia arriba, con los ojos abiertos mirando hacia el techo y, sus brazos cruzados colocados encima de su tripa. Lo vio tan a gusto que lo besó en la mejilla antes de salir de la cama y, pensó, que qué suerte tenía él, que ni aunque cayera en esos momentos una bomba ,él no despertaría jamás. Esme.

La consulta del dentista

  Tenía que llevar a mi hijo pequeño a la consulta del dentista. Era una mañana de agosto calurosa y pesada. Juanito estaba insoportable aquel día; llevaba despierto desde antes de las siete y yo no me dormí por lo menos hasta las tres de la madrugada. Quedaba por lo menos una hora para la cita que teníamos con el doctor, y con una sonrisa impostada—de lo único que tenía ganas era de tumbarme en la cama—,le dije a Juanito que antes de acudir al dentista, pasaríamos un rato antes por el parque; que seguro habría algún amiguito suyo con el que poder jugar antes de ir a que le vieran los dientes. En el parque no había nadie y, además pegaba todo el sol encima de los toboganes oxidados. Juanito comenzó a quejarse antes de que yo pudiera sentarme en un banco a tomar un poco de aquel sol amarillo que resplandecía sin piedad alguna. Le dije que se sentara en la sombra, y le ofrecí un trozo de torta con chocolate. Mientras Juanito alimentaba su gula, yo prendí un cigarro a la vez que leía u

Un sueño macabro

  Mi padre, antes de cada comida le hacía la señal de la cruz al pan. Hace tiempo que no le veo hacer tal gesto—pienso, que a lo mejor, es porque hace años que no me siento en la mesa con él, o a lo mejor es a causa de el accidente que sufrió hace ya años—; mi padre no tiene piernas. Las perdió en un accidente de coche. Iba con mi madre. Los dos solos. Ella no sufrió ningún rasguño, y a él le quedaron dos muñones amorfos y desiguales. Desde que le dieron el alta a mi padre en el hospital, mi madre duerme en otro cuarto—dice que es para que descanse mejor—. Excusas baratas. A madre, mi padre le da asco. No me lo ha dicho—no hace falta—, cada día tiene que bañarlo, y en una de mis escasas visitas, pude ver el reflejo de la cara de mi madre en el espejo del cuarto del baño. Aquella luz amarillenta y parpadeante era testigo de que las acciones—lavar sus muñones ulcerosos— a mi madre le repugnaba. Esa mañana, me encontraba casualmente en el quicio de la puerta de madera vieja y carcomida

El coche negro

  Unas nubes negras cubrieron el cielo. Recogimos los restos del almuerzo, a la vez que las primeras gotas de lluvia comenzaron a mojar nuestras cabezas. Te fuiste corriendo detrás de una liebre. Te llamé, a la vez que me colocaba la mochila y preparaba las bicicletas para marcharnos a casa. Volví a llamarte—esta vez grité tu nombre con todas mis fuerzas—. Salí corriendo al camino, para ver si te veía. Un coche negro pasó por mi lado y te vi dentro de él; me decías adiós. Un rayo iluminó el cielo y la tormenta ahogó mi grito a la vez que veía como desaparecía el coche negro por el camino. Fin Esme

El examen

Con los ojos aun legañosos cogí mi móvil de la mesilla; un mail a las tres de la mañana me despertó de un sopor impostado por unos somníferos que cada noche le robaba a mi madre que escondía entre sus bragas. Encendí la lámpara, que junto a la luz amarilla de mi teléfono me cegó la visión casi al completo. El mail decía así: Sr. Diego. Le convocamos el día veintitrés de junio del año dos mil veintiuno a que se persone en el conservatorio de la ciudad de Zaragoza, para la prueba de acceso al colegio de música de la ciudad del mundo que usted elija. Debe de acudir puntual a las cuatro y media p.m. Si usted aprueba el examen, obtendrá una beca ilimitada donde desee. Sabrá la canción que deberá interpretar cinco minutos antes de la prueba. Queremos hacerle saber que ha sido uno de los pocos elegidos para esta aventura y, estamos seguros de que sabrá aprovechar esta gran oportunidad. Tan solo hay un requisito que debe de conocer: por cada fallo que tenga usted al piano una persona morirá

Gire a la derecha—camino Montflorite—.

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  Este microrrelato ha sido elegido para formar parte de la antología "Pluma, tinta y papel" Gire a la derecha—camino Montflorite—. Solo tenía que seguir al Ibiza. Pero en un descuido, en lugar de girar a la izquierda, me adentré por el carril derecho. Mis acompañantes chillaron y los pasajeros del Ibiza, desaparecieron.  Montflorite— era nuestro destino—, un conde regentaba un chalé y nos esperaba con unos vermú.  Los que se desviaron por el carril izquierdo, siguieron sus vidas. Nosotros, nos quedamos ahí con el conde. No había marcha atrás.

Miranda

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  Llamó por teléfono una mañana de invierno. Era lunes y hacía frío. La nueva estación se mostraba en todo su esplendor, y el aire golpeaba una de las ventanas—en casa del herrero...—, ni siquiera me dio tiempo a acabar de decir el dichoso refrán. El teléfono sonó con insistencia; un tono, dos tonos...al quinto dejé mi café—ya frío—, encima de la mesa, junto a unos albaranes polvorientos. Era una mujer, la que se encontraba a la otra línea del teléfono—una quiebra, justo al lado de una sus ventanas—, eso fue lo que me explicó. Según me dijo, por ahí se colaba absolutamente todo: viento, lluvia, frío, calor, penas, sufrimiento, angustia y venganza. Su voz me pareció cálida, igual que cuando dejas reposar un bizcocho recién horneado sobre la encimera de la cocina, y el olor a azúcar que desprende lo va impregnando todo. Solo cambio su tono de voz, en el momento en que me dijo que ella no se encontraría en su domicilio, que sería el portero, quien le mostraría la quiebra y, que cada vez