Pelos en la ducha.
Cada mañana, es lo mismo. Me levanto antes de que el despertador suene, como si mi cuerpo se hubiera aprendido a no depender de él. La casa está en silencio, demasiado, y mientras camino descalza hacia el baño, puedo sentir el frío del suelo bajo los pies, pero ya no me molesta. Me he acostumbrado. Entro en la ducha, dejo que el agua corra, siempre un poco más de lo necesario, como si en esos segundos de espera se diluyera algo que no sé bien cómo nombrar. Me inclino ligeramente hacia adelante, las manos en el borde del mármol húmedo, y entonces lo veo. Los pelos. Siempre están ahí, pegados en la rejilla del desagüe, esperando a que los recoja. Finos, castaños, algunos blancos. Nunca antes los había notado tanto. Los recojo uno por uno, con una especie de asombro mecánico, como si fueran pruebas silenciosas de lo inevitable. Los primeros días no les di importancia, pero ahora, cada mechón que cae se siente como un pequeño aviso, una señal de lo que va desapareciendo sin que me d