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Mostrando entradas de 2023

Amantes.

  Hubiera reconocido aquella mirada triste de ojos caídos entre un millón. Habían pasado  más de veinte años años y ahí, frente a la Plaza Del Pilar, volví a encontrarme con aquellos  ojos del color del mar. —Que aproveche y feliz día de San Valero—dijo. Me quedé embobado. Aún quedaban resquicios de antaño: su cara, todavía de  aspecto aniñado; su pelo a la altura de aquel cuello que tantas veces había mordido, del  color de la plata vieja. Un murmullo ronco a mi espalda denotaba una prisa malhumorada para que aligerara el  paso. —Gracias por el roscón, Pilar—respondí deseando con todas mis fuerzas  que reconociera mis ojos. Me largué de ahí con el dulce en una mano y mi corazón del revés. —¡Espera Marcos! La vi caminado hacia mi entre la niebla espesa y, cuando estaba a menos de un palmo,  me agarró de una mano y me abrazo. Hundí mi nariz entre su bufanda y aspiré su olor. Nos  miramos a los ojos, aún cogidos de la mano. —Me alegro mucho de verte, Marcos, ¿qué es de tu vida? —Ya ves,

El viaje

  Se levantó de la cama antes de que amaneciera. Llevaba ya, mucho tiempo sin poder descansar por las noches a pesar de tomar unos ansiolíticos que mensualmente le recetaba su médico de cabecera sin ni siquiera intuir este, que algo más de lo que ella le explicaba de forma parca ocurría dentro de su cabeza. Preparó café, largo y con leche fría. Encendió un cigarro y puso la tele. Cuando terminó, lavó la taza, la enjuagó y la dejó abandonada con le resto de vajilla que apenas usaba. Se desnudó en el baño y colgó su pijama al lado de una toalla que en sus mejores momentos había sido del color verde esperanza. Cogió una cuchilla limpia y se rasuró bien las piernas, se repasó las axilas y cuando hubo terminado con todo se metió en la ducha. Aquella mañana se dio el capricho de bañarse durante más de dos minutos. Se lavó el pelo y se puso una mascarilla que olía a algo más de lo que anunciaba la etiqueta. Aquella mañana se echó el perfume que tan solo usaba para las ocasiones especiales,

Mi vecina de enfrente.

  Llevaba viviendo en mi casa junto a mi pareja un año. Un piso minúsculo, de alquiler y a medio amueblar. Doce meses más tarde, una mañana, mientras preparaba café con más sueño que otra cosa y a pesar de las legañas incrustadas en mis ojos, la vi, era mi nueva vecina de enfrente. Después de un año sintiéndome libre para campar a mis anchas, a mi  antojo y sin tener que compartir ascensor ni conversaciones absurdas con nadie, tenía al otro lado de la ventana a una mujer. Mi vecina rondaría los cuarenta o quizás los cuarenta y cinco años. Vivía sola, aunque a veces la visitaba un hombre alto y moreno que la besaba con pasión. En aquella época yo no trabajaba. De forma esporádica me iba saliendo algún trabajo mal pagado. Daba gracias a que mi pareja tenía un puesto más o menos estable y con eso cubríamos los gastos de la casa y la comida sin darnos grandes caprichos. La ventana de mi vecina no tenía cortina, era blanca y brillaba cada día, lloviera o no. Mi ventana era vieja con