Mi vecina de enfrente.

 

Llevaba viviendo en mi casa junto a mi pareja un año. Un piso minúsculo, de alquiler y a medio amueblar. Doce meses más tarde, una mañana, mientras preparaba café con más sueño que otra cosa y a pesar de las legañas incrustadas en mis ojos, la vi, era mi nueva vecina de enfrente. Después de un año sintiéndome libre para campar a mis anchas, a mi  antojo y sin tener que compartir ascensor ni conversaciones absurdas con nadie, tenía al otro lado de la ventana a una mujer.

Mi vecina rondaría los cuarenta o quizás los cuarenta y cinco años. Vivía sola, aunque a veces la visitaba un hombre alto y moreno que la besaba con pasión.

En aquella época yo no trabajaba. De forma esporádica me iba saliendo algún trabajo mal pagado. Daba gracias a que mi pareja tenía un puesto más o menos estable y con eso cubríamos los gastos de la casa y la comida sin darnos grandes caprichos.

La ventana de mi vecina no tenía cortina, era blanca y brillaba cada día, lloviera o no.

Mi ventana era vieja con una persiana que carraspeaba más de lo que hubiera deseado y que el propietario del piso se negaba a cambiar.

Mi ventana sí tenía cortina.

Comencé a espiarla.

Me resultó curioso, pero jamás me crucé con ella en el rellano.

Como estaba en el paro, acabé conociendo sus horarios, se levantaba temprano y se servía un café recién hecho. Al cabo de otros diez minutos volvía a servirse otra taza de café y se fumaba un cigarro. Después, dejaba la taza en el fregadero y desaparecía medio desnuda de mi vista.

Era un absoluto deleite verla. Me parecía una diosa.

Mi vecina regresaba a casa sobre las seis de la tarde y ahí estaba yo, esperando en el piso de enfrente, al otro lado de la ventana y detrás de la cortina. Aparecía la mayoría de los días vestida con una camiseta blanca ajustada y siempre sin sujetador. Su pechos eran grandes y se le marcaban los pezones a través de la fina licra. De cintura para abajo apenas un minúsculo tanga. Prendía un cigarro y descorchaba una botella de vino.

Verla fumar y beber a medio vestir comenzó a obsesionarme.

La espiaba de forma disimulada, ya he dicho que yo sí tenía cortinas. Me sentaba en un taburete y a través del quicio de la ventana observaba cada uno de sus movimientos, hasta que ella se marchaba con la copa y no volvía a verla hasta la mañana siguiente.

Muchos días estuve a punto de tocar su puerta con la excusa de pedirle sal, azúcar o sexo, pero nunca lo hice. Tenía miedo de no poder contener el instinto animal que afloraba en mi aquella mujer con la que jamás había cruzado palabra y que por lo que leí en letrero de su buzón se llamaba Lorena.

Empecé a soñar con ella. Me levantaba en mitad de la noche deseándola y luego cuando volvía a dormirme, soñaba que lamia sus pechos hasta quedarme sin aliento.

Una mañana de otoño todo cambió. Por primera vez la vi vestida, con pijama y envuelta en un chal. Tenía los ojos rojos. Por tarde fue peor, apareció antes de lo habitual y llevaba el abrigo puesto.

Me dieron ganas de salir de mi escondite. Tenía miedo de perderla.

Aquel día fue el último que la vi.

Mi ánimo se desmoronó. Tan solo me alimentaba de patatas fritas, chocolate y vino. No salía de casa y por supuesto la búsqueda de empleo la abandoné por completo.

Así fueron pasando los días y las semanas, hasta que una mañana de sábado mi novio me dijo:

—Sofía, tenemos que hablar.

Pero yo no quería hablar con mi novio, yo quería a mi vecina de enfrente.

Mi novio me dejó.

Sigo sin empleo y apenas me quedan ahorros. Cada mañana y cada tarde, me siento en mi taburete y con la cortina echada vigilo a través del quicio de la ventana a que vuelva mi vecina de enfrente.


Esme.

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