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Mostrando entradas de 2022

Uno de noviembre

Mi madre murió delante de mí. Se atragantó con una espina de pescado. Era un uno de noviembre el día en que mi madre yo yo nos sentamos juntos a la mesa por última vez. Yo tan solo tenía diez años. Pasaron cuarenta y cinco años cuando volví a verla después de que muriera axfisiada delante de mi presencia sin hacer absolutamente nada por ella. El espejo de la habitación reflejó nuestras caras, la de mi madre no había cambiado en absoluto desde aquel uno de noviembre; azul violácea a causa del ahogamiento que sufrió cuando aquella afilada espina se le cruzó en mitad de su garganta dejándola sin aliento. La mía, ya no era la de un niño de diez años, si no la de un viejo cansado y arrugado. La observé completamente estupefacto. Llevaba su traje almidonado de color negro. Un vestido largo y austero, el mismo, que vistió en el funeral de mi padre cuando yo era un niño pequeño. Ella me devolvió la mirada a través de un espejo salpicado de suciedad y angustia. El mismo en el que cuarenta

La casa vacía

  Me largué de casa hace veinte años. Tampoco he vuelto a ver el mar desde entonces. Vivíamos muy cerca de la costa Brava, a menos de media hora en coche. Nos sentíamos unos auténticos privilegiados pudiéndolo tener todo. Yo trabajaba como editora decidiendo que libros se publicaban en esos momentos y cuales no: este libro sirve, este otro es una mierda, no me gusta este título o, ¿cómo ha podido fulanito escribir esta saga después de que su primer libro fuera un auténtico best seller? ¿siendo el número uno en ventas? Yo llevaba la batuta, era la reina, la que estaba encima de la cúspide de la pirámide. Mi marido era un reconocido dentista y luego estaba nuestro hijo de tres años que se llamaba Juan. Aquella mañana de sábado quisimos salir temprano para aprovechar bien el día. Juan aún dormía y fui yo la que lo acomodé en la sillita del coche con cuidado para que no despertara. Queríamos ser los primeros en llegar a la playa para descansar, bañarnos con Juan y luego a mediodía ir al ch

El viaje

  Todos los días el señor Santos se levanta antes del amanecer. Camino a cocheras detiene sus pasos en el bar de la esquina—un café y una tostada—. Hoy va a ser un día diferente para el señor Santos; hoy será su último viaje en su autobús como conductor. La primera persona que sube es la señora Samantha. La conoce desde hace treinta años y desde aquella mañana de mil novecientos noventa y dos no ha dejado de subirse ni un solo día—apenas se han dirigido un par de frases corteses a lo largo de los años—.Tan solo faltan tres paradas para que baje. El autobús va en silencio. La observa con disimulo a través del espejo—ella lo mira con ojos tristes—. El señor Santos se queda absorto cuando ve que Samantha arroja un papel doblado en cuatro. Cuando el señor Santos gira la curva, ella ya no está. Tan solo un viajero despistado en el autobús—es un domingo de agosto—. En un semáforo en rojo, el señor Santos se levanta de su asiento y con paso cansino se agacha a recoger el papel que segund

La cita

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  Abrí una cuenta en Tinder y dejé volar mi imaginación maquillando un poco mi perfil. Quería mejorar mi aspecto y mi status a la máxima potencia. Robé algunos granos de sal y pimienta vertiéndolos de manera obscena sobre mi amargura, fealdad y mediocridad. Mi cabeza comenzó a fantasear. Imaginé que yo era alguien que tenía un excelente trabajo. Un trabajo importante. Un trabajo para vivir holgadamente o quizás un poco más que eso. Un trabajo con el que cada fin de mes pudiera llenar mi hucha para poder regalarme cosas bonitas y trastos inútiles para luego guardarlos en el fondo de mi armario—deliro imaginando a mis amigas muertas de la envidia—. Miré a mi alrededor. No tenía ni un ápice de todo lo que mi cabeza loca inventaba—vivir de una ayuda no da para mucho y levantarme cada mañana temprano para salir a la calle a ganarme el sueldo...Hace tiempo que no trabajo y cuando lo hago es porque no me queda otra. Me da pereza madrugar, asearme y salir al mundo en definitiva

Crudeza

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El reloj suena puntual a las cinco de la mañana. Nunca he visto ni he conocido a algo o a alguien tan cumplidor como el viejo y roñoso aparato que preside en mi mesilla de noche. Me levanto despacio. No quiero que él se desvele. Tan solo el crujido de alguna de mis vértebras es lo que mis oídos logran oír. Ni siquiera escucho su respiración. Tampoco la de los gemelos, que duermen en el cuarto de al lado. Enciendo la luz de la lámpara que apoya junto al reloj despertador y, a un libro que he deseado leer como media docena de veces. En ninguno de mis intentos he logrado pasar de la primera página. El cansancio mental me impide concentrarme en la novela. Compruebo que respira. La luz amarillenta que desprende el foco, ilumina su rostro envuelto en pequeñas moléculas de polvo. Aún dormido, se le ve cansado. Hastiado. Le pesa la vida. Lo sé. Antes de ir a la cocina, paso primero por el cuarto de los gemelos. Sus pechos se mueven al son de sus respiraciones. Beso las dos cab