Uno de noviembre


Mi madre murió delante de mí. Se atragantó con una espina de pescado.

Era un uno de noviembre el día en que mi madre yo yo nos sentamos juntos a la mesa por última vez.

Yo tan solo tenía diez años.

Pasaron cuarenta y cinco años cuando volví a verla después de que muriera axfisiada delante de mi presencia sin hacer absolutamente nada por ella.

El espejo de la habitación reflejó nuestras caras, la de mi madre no había cambiado en absoluto desde aquel uno de noviembre; azul violácea a causa del ahogamiento que sufrió cuando aquella afilada espina se le cruzó en mitad de su garganta dejándola sin aliento. La mía, ya no era la de un niño de diez años, si no la de un viejo cansado y arrugado.

La observé completamente estupefacto. Llevaba su traje almidonado de color negro. Un vestido largo y austero, el mismo, que vistió en el funeral de mi padre cuando yo era un niño pequeño. Ella me devolvió la mirada a través de un espejo salpicado de suciedad y angustia. El mismo en el que cuarenta y cinco años atrás posaba mi madre su mirada triste y melancólica.

La casa seguía igual desde que ella murió.

Fui a la cocina y abrí la nevera sintiendo el aliento de mi madre tras mi nuca. Saqué una trucha hinchada del frigorífico y un olor pestilente lo inundó todo. Ella no dijo nada, tampoco le pregunté si los muertos podían hablar u oler.

Abrí la trucha por la mitad con mis manos y le quité las espinas. Metí dentro de ella un filete de jamón y medio limón para matar aquel olor que me hizo vomitar ante sus pies y, lo metí dentro del horno a la máxima potencia que aquel cacharro permitía.

Arreglé la mesa del comedor todo lo mejor que pude, coloqué un mantel de tela que en sus mejores tiempos había sido de color amarillo, puse dos tenedores, dos cuchillos, dos servilletas, dos vasos, una jarra llena de agua y un coscurro de pan duro en el centro. Le aparté la silla para que se sentara y me coloqué justo en frente de ella, aunque hubiera preferido hacerlo sobre su caliente regazo.

Fui el primero de los dos en meterme un trozo de aquel pescado en la boca y no pude evitar sentir asco cuando mi lengua saboreó aquel pedazo de pez repugnante.

Mi madre se cortó un trocito chiquitito, era tan pequeño como la miga pegajosa de pan incrustada en el medio del mantel, tan diminuto como me sentía yo en aquellos momentos. Se lo metió en la boca y al instante lo escupió. Quise preguntarle porque lo había hecho, pero no dije nada, tan solo le serví un vaso de agua de la jarra de cristal para que bebiera.

Volví de nuevo a la cocina para ver que es lo que le podía ofrecer, pero cuando regresé al salón con las manos vacías ella ya no estaba. Fui a la habitación donde se me había aparecido unas horas antes para ver si la encontraba ahí. El cuarto estaba vacío.

Regresé a la cocina y me senté en la única banqueta que había. Mi vista fue a parar al calendario amarillento que fechaba uno de noviembre de mil novecientos setenta y siete. Bebí directamente de un tetrabrik de vino apoyado en la encimera un trago largo que me rascó la garganta y, cuando lo acabé, lo lancé junto a una docena de cajas de vino vacías.

El horno comenzó a pitar, continuaba encendido y una humareda con resquicios que aún olían a limón comenzó a inundar la cocina, el pasillo y el resto de la casa.

Lo último que recuerdo es la voz de mi vieja vecina pidiendo auxilio.

Ahora me encuentro en una habitación de paredes blancas, con un armario también de color blanco donde cuelga un pijama de color azul y metido dentro de una cama blanda y acogedora. Estaría más a gusto si pudiera mover los brazos, pero cuando intento hacerlo, no puedo realizar ningún movimiento. Me duele tanto la cabeza que creo que me va a explotar de un momento a otro.

Mi vista se fija en un calendario que cuelga de la pared blanca e impoluta. Hoy es uno de noviembre del año dos mil veintidós y me pregunto si madre estará en casa esperándome para acogerme en su regazo.


Fin.

Esme.


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