Los crimenes de Zaragoza

 Me llamo Leticia Soler y hace tiempo dejé de contar los días que pasan. En mi piso ruinoso, la vida se mide en colillas apagadas y latas de cerveza vacías. Cuando la ciudad duerme, yo leo; cuando despierta, yo fumo y bebo. No espero redención, solo un final digno, aunque sea oscuro.

Esa noche al volver de El Tubo con los labios resecos de tanto fumar y beber, encontré el libro en mi buzón. No tenía portada, solo un título gastado en letras doradas: Los crímenes de Zaragoza. Lo abrí al azar mientras el eco de mis tacones resonaba en el suelo de madera enmohecida. Las palabras me dejaron boquiabierta: una mujer asesinada en el Puente de Piedra, su cuerpo colgado de las barandilas, balanceándose como una muñeca al ritmo del cierzo.

Cerré el libro y me encendí un cigarro. Era ficción, me dije, aunque las descripciones me pusieron los pelos de punta. A la mañana siguiente, la noticia me golpeó como un puñetazo: habían encontrado a una mujer en el Puente de Piedra, colgada.

Intenté ignorarlo. Seguro que era una puta coincidencia. Pero no pude resistir y volví a abrir el libro. La siguiente escena describía un crimen en la Plaza del Pilar: un hombre de cuarenta y cinco años, apuñalado bajo el manto de la Virgen, con la lengua cortada y rodeado de velas. Esa misma noche, el asesinato ocurrió tal como lo narraba el libro.

Estaba ante un libro, donde sus páginas anticipaban cada nuevo crimen. En ellas no solo estaban los escenarios, sino detalles que nadie debería saber: nombres, horarios... Una de las víctimas, un hombre mayor con un abrigo negro, de nombre Pedro Méndez, me sonaba de algo. Rebusqué entre mis recuerdos hasta que lo vi claro: era el bibliotecario de la Universidad, un viejo conocido de mis tiempos mejores.

Ahí empezó mi caída libre. Cada página que leía me hundía más. Dejé de salir de casa. Solo bebía, fumaba y leía. El último crimen era el mío. Decía que una mujer solitaria, loca, con olor a tabaco y alcohol, sería encontrada en su piso del barrio de la Madalena con la garganta cortada. “ La asesina será su propia desesperación”, decía el texto.

Quemé el libro en un arrebato de pánico. Lo vi arder en la cocina mientras el humo negro llenaba la habitación. Ahora escribo estas líneas con la botella al alcance de la mano y el sonido de pasos subiendo las escaleras.

Quizá no sea ficción después de todo.

Esmeralda Egea,

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