Pelos en la ducha.
Cada mañana, es lo mismo. Me levanto antes de que el despertador suene, como si mi cuerpo se hubiera aprendido a no depender de él. La casa está en silencio, demasiado, y mientras camino descalza hacia el baño, puedo sentir el frío del suelo bajo los pies, pero ya no me molesta. Me he acostumbrado.
Entro
en la ducha, dejo que el agua corra, siempre un poco más de lo
necesario, como si en esos segundos de espera se diluyera algo que no
sé bien cómo nombrar. Me inclino ligeramente hacia adelante, las
manos en el borde del mármol húmedo, y entonces lo veo. Los pelos.
Siempre están ahí, pegados en la rejilla del desagüe, esperando a
que los recoja. Finos, castaños, algunos blancos. Nunca antes los
había notado tanto.
Los
recojo uno por uno, con una especie de asombro mecánico, como si
fueran pruebas silenciosas de lo inevitable. Los primeros días no
les di importancia, pero ahora, cada mechón que cae se siente como
un pequeño aviso, una señal de lo que va desapareciendo sin que me
dé cuenta. Mi cuerpo sigue funcionando, sí, pero ya no es el mismo.
Lo sé porque lo veo, porque lo recojo con las manos cada mañana.
Hace
días que una hoja amarilla asoma en el ficus del salón. La arranqué
varias veces, pero siempre hay otra que la reemplaza. A veces, pienso
que si dejo de arrancarlas, en algún momento se cubrirá de hojas
secas y, como todo lo demás, se irá apagando sin que nadie lo note.
La
rutina se mantiene, inquebrantable. Me visto rápido, casi sin
mirarme al espejo. Al principio fue por prisa, por las reuniones, por
el café que siempre dejo a medias sobre la encimera antes de salir.
Ahora es por otra cosa. Evito mirarme demasiado. No sé cuando empezó
exactamente, pero es más fácil así. Hoy, mientras me peinaba, noté
una arruga nueva entre ceja y ceja. No es la primera, ni será la
última, pero esta apareció de la nada. Como si el tiempo hubiera
decidido marcar su territorio de golpe.
El
apartamento está limpio. Siempre limpio. Mantenerlo así es casi una
necesidad. Cada rincón, cada mueble en su lugar. Los fines de semana
lo limpio entero, aunque no lo necesite. No hay nadie que venga,
nadie que entre y haga un comentario amable sobre lo bien que luce
todo. Pero igual lo hago. A veces, pienso que si dejo de hacerlo,
algo más se desmoronará, algo que ya no podré recoger tan
fácilmente como esos pelos en la ducha.
Las
horas pasan, una tras otra, sin mucha variación. En la oficina, soy
otra persona, la que todos conocen, la que tiene respuestas para
todo. Aquí, en casa, soy la mujer que recoge mechones de su propia
vida del desagüe, una y otra vez. A veces, siento que solo aquí, en
este baño, soy completamente yo. Y eso es lo que más me acojona.
El
verano pasó sin que lo notara, y ahora, con el frío, las ventanas
se empañan cada mañana. Me pregunto cuánto tiempo ha pasado desde
la última vez que abrí la ventana del salón. No me acuerdo. Quizás
no lo hice este verano, o tal vez ni el anterior.
Me
pregunto si alguien más se daría cuenta de esto, de lo que está
pasando, si vinieran. Si viesen lo mismo que yo veo en los pequeños
detalles. Pero no hay visitas. No hay nadie. Solo este silencio, y el
eco de mis propios pasos al cruzar el salón vacío cada tarde.
Podría invitar a alguien, claro, pero eso implicaría un esfuerzo
que ya no quiero hacer. No es que disfrute de estar sola, pero hay
algo en esta rutina que resulta...inevitable. Como si, de alguna
forma, estuviera diseñada para mí.
Esta
mañana, al recoger los pelos de la ducha, me detuve un segundo más.
Los observé, casi como si fueran ajenos, y por un momento pensé en
dejarlos ahí. En ver hasta donde podrían acumularse antes de que el
agua los arrastrara definitivamente. Pero no lo hice. Los tiré a la
basura como siempre, con esa precisión aburrida que se ha vuelto
parte de mi día a día.
Hoy,
igual que ayer, igual que mañana. Pelos en la ducha, unos cuantos
menos en la cabeza. Y, de alguna manera, siento que este ciclo, tan
simple, tan absurdo, es lo único que aún me mantiene aquí, en pie.
Me pregunto cuántos pelos más caerán antes de que algo cambie. Si
es que algo alguna vez cambia.
Fin.
Melancólico
ResponderEliminar