Crudeza


El reloj suena puntual a las cinco de la mañana. Nunca he visto ni he conocido a algo o a alguien tan cumplidor como el viejo y roñoso aparato que preside en mi mesilla de noche.

Me levanto despacio. No quiero que él se desvele. Tan solo el crujido de alguna de mis vértebras es lo que mis oídos logran oír. Ni siquiera escucho su respiración. Tampoco la de los gemelos, que duermen en el cuarto de al lado.

Enciendo la luz de la lámpara que apoya junto al reloj despertador y, a un libro que he deseado leer como media docena de veces. En ninguno de mis intentos he logrado pasar de la primera página.

El cansancio mental me impide concentrarme en la novela.

Compruebo que respira. La luz amarillenta que desprende el foco, ilumina su rostro envuelto en pequeñas moléculas de polvo. Aún dormido, se le ve cansado. Hastiado.

Le pesa la vida. Lo sé.

Antes de ir a la cocina, paso primero por el cuarto de los gemelos. Sus pechos se mueven al son de sus respiraciones. Beso las dos cabecitas y toco sus pequeños cuerpos calientes. Cuanto me gustaría poder meterme en la cama con ellos.

Daría lo que fuera por volver a la infancia.

Cierro la puerta con todo el cuidado y amor del mundo.

El café es de ayer. Lo hizo él. A mi me gusta suave. A él, fuerte. Amargo. Negro. Lo caliento en un cazo metálico con un poco de leche. No me gusta usar el microondas a estas horas tan tempranas, pienso que el ruido los despertaría y, no es lo que quiero. Deseo que duerman, porque mientras lo hagan, él no podrá pensar.

Desde que comenzó la pandemia ya hace varios años, él, se encuentra sumido en un estado de tristeza constante. El despido fue inminente y, a pesar de que la situación la normalizaron hace ya mucho tiempo, debido a las numerosas variantes que fueron apareciendo a lo largo de los oscuros meses, él, no ha vuelto a trabajar. Piensa, que el problema de todo es su edad.

Yo no pienso en absoluto que sea así.

Me siento a esperar a que hierva el café.

Me gusta caliente.

El olor comienza a inundar la minúscula cocina.

Cojo un cigarro y lo prendo. El tabaco es el único vicio que no he querido dejar desde que nuestra economía se fuera a pique al igual que una bicicleta sin frenos. He dejado de comprarme ropa, zapatos, gafas, bolsos, cachivaches inservibles y accesorios de todo tipo.

Ahora, ni siquiera me maquillo. Mi cara ya no es un rostro agradable, tan solo es un trozo de carne con ojos, envueltos en una mirada inundada de resignación y cubierta de una máscara quirúrgica de color azul.

Me quedan menos de diez minutos para salir de casa.

Trabajo como reponedora en una cadena de supermercados de lunes a sábado, a jornada completa. Mi sueldo es el único ingreso que entra en casa. Una nómina ridícula. Un dinero mensual, que gracias a él, nuestras tripas puedan llenarse de alimentos y de lamentos. Unos pocos euros, que intentamos estirar al igual que si fuera un chicle.

Hay veces que el chicle se rompe.

Me lavo la cara. Recuerdo que mi madre me decía cuando era pequeña que lo hacía igual que un gato. Hace tiempo—en otra vida—, yo tenía una gata. Una gata preciosa. Una gata que podía pegarse un largo rato acicalándose. Pienso, que ojalá me quedara a mi algo de aquel animal.

Mi lavado de cara no dura más de cinco segundos.

Me pongo el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes y la mascarilla.

Pienso en la gata que tuve—de mi otra vida—, creo que si me viera ahora se erizaría al verme. No me reconocería.

Yo tampoco me reconozco.

El autobús, me deja a casi cinco minutos a pie del supermercado. No es mucho tiempo, pero está situado en una avenida muy grande y muy ancha. Ahí, el cierzo, es violento.

Apenas puedo andar en línea recta.

Camino al igual que si fuera ebria.

Voy al baño. Fuera de mi rato del descanso. Una llamada perdida de mi marido. Una llamada a deshora.

Una llamada impertinente.

Le doy a la rellamada. Pregunto por los niños, me dice que están bien, que los dejó en el colegio a la hora.

Silencio.

Le digo que estoy en el trabajo y que ni siquiera es mi hora de descanso. Le apremio a que hable. Mi tono denota irritabilidad. En el baño de al lado, el sonido de la cadena del inodoro me sobresalta.

Lo escucho llorar al otro lado del teléfono.

Son lloros inundados de angustia. Miedo.

No digo nada. Hace tiempo que me quedé sin palabras para él. Vacía.

Le digo que tengo que colgar.

Me implora. Suplica.

Le miento, le explico de forma rápida que mi encargado me está buscando.

Él insiste e insiste. Me pide que vaya a casa con él. Entonces yo me rio. Me rio de él. Le digo que como puede pedirme eso. Que como puede tener el valor de decirme que deje mi puesto de trabajo para ir a casa.

De la risa, paso al enfado absoluto, cuando sus ruegos se hacen todavía mayores.

Le grito—ya me da lo mismo si al otro lado de la pared hay alguien o no—. Le digo que si no es por mi, esta familia estaría en la absoluta mierda. En la inmundicia. Lo llamo egoísta. Vago. Egocéntrico.

No pienso nada de lo que le digo. Nada. Aún así, cuelgo.

Tengo un presentimiento.

Miro el móvil a la vez que muerdo el bocadillo, pero una arcada me hace escupirlo en el envoltorio brillante.

Los minutos restantes que me quedan hasta que tenga que volver a reponer todos los huecos vacíos, los paso mirando la pantalla rajada de mi teléfono.

Doy a la rellamada de nuevo.

No hay nadie al otro lado.

Al cabo de pocos minutos, el vibrador de mi teléfono me sobresalta.

Número desconocido.

Una voz suave me pregunta si soy la mujer de él.

No quiero responder.

Silencio.

La persona que se encuentra al otro lado de la línea está nerviosa. Lo sé.

Al final digo que si. Le respondo que soy su esposa.

Dejo caer el teléfono a mis pies.

Mi presentimiento era certero.

Se acabó. Se terminó todo para él.

Se terminó todo para mi.

Ya no volverá nunca más a suplicarme que acuda en su auxilio.

Nunca jamás.




FIN

Esme



Comentarios

  1. En pocas líneas describes las dos realidades de una depresión. Perfecto.

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  2. Me ha encantado. Muy triste pero muy bien expresado.

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  3. ¡Tremendo relato! Cuántos casos como este, aún sin la gravedad de su desenlace, ha producido esta maldita pandemia.

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