El viaje

 

Todos los días el señor Santos se levanta antes del amanecer. Camino a cocheras detiene sus pasos en el bar de la esquina—un café y una tostada—.

Hoy va a ser un día diferente para el señor Santos; hoy será su último viaje en su autobús como conductor.

La primera persona que sube es la señora Samantha. La conoce desde hace treinta años y desde aquella mañana de mil novecientos noventa y dos no ha dejado de subirse ni un solo día—apenas se han dirigido un par de frases corteses a lo largo de los años—.Tan solo faltan tres paradas para que baje. El autobús va en silencio. La observa con disimulo a través del espejo—ella lo mira con ojos tristes—. El señor Santos se queda absorto cuando ve que Samantha arroja un papel doblado en cuatro. Cuando el señor Santos gira la curva, ella ya no está. Tan solo un viajero despistado en el autobús—es un domingo de agosto—. En un semáforo en rojo, el señor Santos se levanta de su asiento y con paso cansino se agacha a recoger el papel que segundos antes Samantha había tirado a posta—huele a talco—. El papel dice: a lo mejor en otra vida.

No hay firma en la nota y, el señor Santos tampoco sabe si Samantha es su verdadero nombre o no.

El viajero despistado baja del autobús en la Plaza San Miguel.

El resto del viaje Santos lo hace solo.

Zaragoza está vacía. Las calles y plazas.

Continúa en solitario conduciendo hacia algún lugar que aún no conoce.

Esme.

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