El último habitante

  •  Con los pies aún desnudos, se apoyó en el frío suelo de terrazo desgastado. Su mano agarró la bata que colgaba encima de la mecedora y, con cierta dificultad, se la echó por encima de sus huesudos hombros. Pensó que quizás iría más cómoda con ella puesta, pero aquella mañana se levantó con un dolor añadido a sus habituales molestias de espalda y huesos. Arrastrando los pies, llegó hasta el cuarto de baño. La luz amarillenta parpadeaba. Le dio igual, total, aquella mañana sería la última en que aquel espejo reflejara su imagen. Tenía prácticamente todo preparado para marcharse. Una luz tenue entraba tímidamente por la ventana del baño. Aún quedaban algunas horas para que su hijo fuera a buscarla e irse a vivir con él. Unas horas para ella sola en aquella casa. Un tiempo para despedirse de sus rincones y fantasmas. Peinó su pelo canoso y unos finos mechones quedaron atrapados en su cepillo. Suspiró con resignación. Acercó su cara al espejo; un rostro inundado de arrugas, solo en su mirada quedaba un leve atisbo de reconocimiento a lo que alguna vez fue. Se preparó un café caliente y espeso. Sentada en una silla, imaginó cómo serían sus cafés a partir del día siguiente. La maleta la tenía preparada desde el día anterior. No quiso la ayuda de su hijo, que la llamó cabezota, y pensó en lo rápido que pasaba la vida; si hacía tan solo cuatro días, era ella quien lo regañaba cuando hacía alguna trastada. Ahora era él, que con bastante frecuencia, más de lo que ella hubiera podido pensar, la trataba como a una niña pequeña. Las horas que le quedaban para marchar definitivamente las quería para despedirse de sus recuerdos, de los momentos que había vivido allí, y no quería irse sin dar un último paseo por su pueblo, Peñaflor De Gállego. Cogió su bolso, uno que ella misma tejió hacía ya algún tiempo, con la única intención de llenarlo de recuerdos y nostalgia, para que tanto los recuerdos como la nostalgia que sentía no pudieran esfumarse, nunca. Se acercó a una de las estanterías del salón. Ahí, había una fotografía. La miró y sonrió. En la imagen estaban ella y su marido en el monte de Peñaflor. Él ya no estaba. Hacía tiempo que había muerto. Recuerda aquella tarde de abril como si hubiera sido ayer y pensó qué curiosa era su memoria, porque por mucho que lo intentara, no recordaba qué fue lo que comió ayer en la cena, y sin embargo, los momentos pasados que nunca volverían afloraban dentro de su cabeza de manera intermitente. Con las yemas de sus dedos rozó el cristal que cubría la fotografía. Aquella tarde de abril, su marido, su hijo y ella salieron a dar un paseo. Ella recuerda que quería ir al río a buscar caracoles. La carcajada de su marido resonaba en su cabeza aún después de tantos años, "pero si no te gustan los caracoles". Ella accedió, pero solo con la condición de parar a merendar. Saciaron sus estómagos sentados en el suelo de la Ermita De San Cristóbal bajo una leve llovizna. Ese día fue feliz, al igual que ahora, al pensar en lo afortunada que había sido en la vida. Guardó aquella fotografía con sumo cuidado dentro de su bolsa de viaje para coger en su lugar otra bien distinta que se encontraba tan solo a pocos centímetros. Esa imagen era más antigua aún. Rozó el pelo de su marido a través del papel; esta no estaba enmarcada, tan solo se apoyaba sobre un elefante de mármol. Unas motas de polvo inundaron su mano en cuanto sus yemas acariciaron el desgastado papel. Aquella imagen la hizo alguien en frente de la Iglesia de Peñaflor en medio de un tumulto de amigos celebrando una boda. Sintió pena. Mucha. De toda la vida y alegría de aquella tarde, lo único que quedaba de todo aquello eran cuatro cigüeñas con sus nidos apostadas sobre la ya vacía y desconchada iglesia. Salió a la calle. El último paseo por su pueblo. Dio la vuelta a la calle de la Tajada. Todo estaba desierto. Tan solo una gata flaca en medio de la calzada rodeada de media docena de cachorros hambrientos. La gata no se inmutó. Tampoco ella. Se sentó en uno de los bancos de la plaza, justo en frente de la fuente. Una cigüeña había abandonado de forma provisional su nido para saciar su sed con el agua estancada por la lluvia en los diminutos recovecos. Su frágil cuerpo se vio tambaleado por el cierzo. Siguió caminando, pero antes de regresar a casa fue hasta la escuela. Aún después de tantos años, quedaba algún resquicio de pintura adherida a lo que alguna vez fue aquello. Tuvieron que cerrar el colegio. No hubo otra opción. Recuerda que a raíz de la pandemia que hubo en el año dos mil veinte, con las consiguientes variantes a lo largo de los años, la natalidad se fue a pique. Las mujeres que se habían contagiado dejaron de ser fértiles, ya que ni siquiera podían ser fecundadas de forma artificial. Esa fue la gran secuela de la pandemia. El fin de todo. La despoblación fue progresiva. Volvió a subir por la calle de La Tajada. Su hijo iría pronto a buscarla. No quería hacerlo esperar. Entonces se acordó de algo. Abrió uno de los viejos cajones y empezó a rebuscar torpemente. Ahí estaba. El libro: "Un lugar llamado Peñaflor". Lo abrió con sus manos y vio que estaba fechado en abril del año dos mil veintidós. En la contraportada estaban todos los participantes. Se acercó a la imagen para verla mejor. Alguno de ellos posaba con mascarilla. Ella se la quitó para la fotografía. Busco de forma lenta el relato que escribió hacía más de cincuenta años y ahí estaba. Inamovible. Una pequeña historia que llevaba de título:  El último habitante. Suspiró. Su hijo ya asomaba por el quicio de la puerta. Metió el libro dentro de su bolsa. No cerró la puerta al salir.

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