Un sueño macabro

 

Mi padre, antes de cada comida le hacía la señal de la cruz al pan. Hace tiempo que no le veo hacer tal gesto—pienso, que a lo mejor, es porque hace años que no me siento en la mesa con él, o a lo mejor es a causa de el accidente que sufrió hace ya años—; mi padre no tiene piernas. Las perdió en un accidente de coche. Iba con mi madre. Los dos solos. Ella no sufrió ningún rasguño, y a él le quedaron dos muñones amorfos y desiguales.

Desde que le dieron el alta a mi padre en el hospital, mi madre duerme en otro cuarto—dice que es para que descanse mejor—. Excusas baratas. A madre, mi padre le da asco. No me lo ha dicho—no hace falta—, cada día tiene que bañarlo, y en una de mis escasas visitas, pude ver el reflejo de la cara de mi madre en el espejo del cuarto del baño. Aquella luz amarillenta y parpadeante era testigo de que las acciones—lavar sus muñones ulcerosos— a mi madre le repugnaba. Esa mañana, me encontraba casualmente en el quicio de la puerta de madera vieja y carcomida por las termitas y, ahí vi la cara de mi madre, completamente deformada por la repulsión.

Intento visitar a mis padres lo menos posible. Cada vez que acudo a su casa, no puedo evitar ver el reflejo de la cara de mi madre a través del sucio espejo salpicado de amargura.

Sueño con los muñones amorfos y feos de mi padre; me acorralan en sueños, dejando regueros de sangre al ras de mi cama. Sueño que no me atrevo a salir de mi alcoba, y que la sangre se acaba convirtiendo en un río de sangre sucia mezclada con vísceras pringosas. Sueño que para salir de ahí, tengo que chupar la sangre y tragarme los restos gelatinosos que se adhieren sin piedad a las baldosas de la habitación. Bebo y mastico, pero por más que me afano en hacerlo, cada vez hay más sangre. Sangre fétida.

Hoy es viernes. He salido de mi trabajo con la cabeza embotada. Antes de arrancar el coche miro mi teléfono; media docena de llamadas de mi madre y dos mensajes de voz: ¿vas a venir este fin de semana? Tu padre te echa de menos. No contesto. Arranco mi coche, pero no voy a mi casa. Ahí no me espera nadie y, donde lo hacen, no quiero ir; me da pavor. El depósito de gasolina lo llené hace un par de días. Bajo la ventanilla del coche y con una de las manos libres cojo un cigarro y lo enciendo. La primera calada que le doy al pitillo me hace acelerar. He pasado con creces la salida para ir a mi casa. El teléfono vibra, pero yo ya he tomado otro rumbo.

Estoy agotada de conducir. Es de noche. Creo que he dado una cabezada mientras conducía durante una milésima de segundo. No se donde me encuentro. Paro el coche y pongo el GPS. He conducido más de setecientos kilómetros. La reserva de gasolina parpadea, al igual que mi teléfono móvil. No llevo equipaje, tan solo mi cartera con mi tarjeta de crédito. No necesito nada más. Es viernes de madrugada y lo único que quiero es una cama. Necesito dormir.

La pensión es fea y huele a podrido. La señora que me ha tendido la llave de la habitación tiene un ojo de cristal y fuma a la vez que me pide mis datos personales. Hubiera pagado lo que me hubiera pedido. Me duele la cabeza y cada centímetro de mi cuerpo. La habitación es minúscula y puedo ver como del agujero de la ducha, salen cucarachas a raudales. Me tumbo en la cama vestida y sueño que los muñones de mi padre me han seguido hasta aquel hotel, donde la señora de la recepción le muestra la habitación donde me encuentro. Mi madre está junto a los muñones de mi padre, y por primera vez la cara de asco no es por él, si no por mi. Sueño que me despierto y que ahora los muñones son míos. Un reguero de sangre inunda la habitación de la pensión y, las cucarachas salen de la ducha para bañarse entre vísceras de sangre fea y oscura.

Fin

Esme

Comentarios

  1. Pero que macabro. Casi se me ponía cara de asco imaginando las imagenes.

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