El ascensor
Juan era un niño de ocho años que vivía en el octavo piso de un edificio antiguo. Con su corta edad, ya se había convertido en un experto en usar el ascensor para hacer recados, como comprar el pan en la tienda de abajo. Aquel día, su amigo Carlos había subido a su casa para jugar, pero pronto tuvo que irse porque su madre lo esperaba en la calle. Juan lo acompañó hasta la planta baja, asegurándose de que saliera bien.
—Nos vemos mañana—dijo Carlos mientras corría hacia su madre. Juan observó cómo se alejaban y luego regresó al ascensor, apretando el botón del octavo piso. Mientras las puertas se cerraban, Juan sintió un leve escalofrío recorrer su espalda, pero lo atribuyó al viento que se colaba por la puerta principal.
Cuando
llegó a su piso, salió del ascensor y caminó hacia la puerta de su
casa. Estaba cerrada. Frunció el ceño, seguro de haberla dejado
abierta. Tocó el timbre, esperando oír los pasos familiares de su
madre, pero no hubo respuesta. Golpeó la puerta con los nudillos.
—Mamá,
soy yo-—llamó, con la voz ligeramente temblorosa.
Silencio.
El pánico
comenzó a surgir en su pequeño pecho. Volvió a llamar al timbre y
golpeó la puerta con fuerza.
—¡Mamá!
Silencio.
Desesperado,
decidió bajar nuevamente a la calle y llamar al portero automático.
A medida que el ascensor descendía, el silencio dentro de la cabina
se volvía opresivo. Llegó a la planta baja y corrió hacia el telefonillo. Presionó el botón del octavo y esperó.
Silencio.
Intentó
de nuevo, una y otra vez, pero nadie contestaba. El edificio parecía
haber caído en un profundo y denso silencio. La luz del vestíbulo
parpadeó, y Juan sintió que el frío se apoderaba de él.
Con el
corazón acelerado, volvió a entrar en el ascensor, esta vez con una
sensación de terror creciente. Las puertas se cerraron con un
chirrido y, mientras ascendía, el ascensor se detuvo bruscamente en
el cuarto piso. Las luces parpadearon de nuevo y Juan sintió un nudo
en la garganta. Las puertas se abrieron lentamente, revelando un
pasillo oscuro.
Un
susurro casi imperceptible llenó la cabina. “Juan...”
Él
retrocedió, queriendo cerrar las puertas, pero estas permanecieron
abiertas, como si una fuerza invisible las mantuviera así. El
susurro se convirtió en una risa suave y burlona. Con la
respiración entrecortada, presionó todos los botones del ascensor,
rogando que se moviera.
Las
puertas finalmente se cerraron y el ascensor continuó su ascenso.
Cuando llegó al octavo piso, Juan salió corriendo, decidido a
encontrar a su madre. La puerta de su casa seguía cerrada.
Desesperado, giró la manivela una vez más, y esta vez, para su
sorpresa, se abrió sin resistencia.
El
interior del piso estaba oscuro y silencioso.
—¿Mamá?—llamó, con la voz apenas en un susurro.
Avanzó lentamente, cada paso resonando en el silencio opresivo. Al entrar en el salón, vio a su madre de pie junto a la ventana, mirando fijamente al exterior.
—Mamá,
¿por qué no me abrías?—preguntó acercándose a ella.
Su madre
no respondió ni se movió. Juan sintió un escalofrío aún más
intenso y le entraron ganas de llorar. Lentamente, tocó su hombro,
esperando alguna reacción. Cuando su madre se giró, su rostro
estaba pálido y sus ojos, vacíos, no mostraban ninguna emoción.
—Juan...dijo,
pero su voz no era la suya. Era fría y distante, como el eco de un
sueño olvidado.
Juan
retrocedió, el terror finalmente se estaba apoderando de él. Sin
saber qué más hacer, se dio la vuelta y corrió hacia el ascensor.
Las puertas se cerraron detrás de él, y mientas descendía, se dio
cuenta de algo aún más aterrador: el reflejo en el espejo del
ascensor no era él mismo. Era la imagen de su madre, sonriendo con
una expresión siniestra.
Las luces
se apagaron y Juan se quedó en la oscuridad, su mente atrapada en un
ciclo interminable de terror.
Epílogo
Con el tiempo, la historia de Juan y su madre se convirtió en una leyenda entre los residentes del edificio. Los vecinos murmuraban sobre el día en que el pequeño desapareció, sobre los gritos desesperados que algunos afirmaron haber escuchado esa tarde. Nadie sabía con certeza que había sucedido, pero el octavo piso adquirió una sombría ominosa.
Carlos,
el amigo de Juan, nunca superó el trauma de perder a su compañero
de juegos. Recordaba claramente cómo, mientras bajaban juntos en el
ascensor, Juan de repente había palidecido y parecía asustado,
mirando algo que Carlos no podía ver. Fue un momento extraño y
perturbador que quedó grabado en su memoria.
Cuando
llegaron al portal, Juan había insistido en acompañarlo hasta la
puerta, pero Carlos nunca entendió por qué su amigo había estado
tan nervioso en el ascensor. Aquella noche, al regresar solo al
ascensor para subir de nuevo a su casa, Juan desapareció si dejar
rastro.
Los
investigadores nunca encontraron pistas sobre la desaparición de Juan
y su madre. El piso estaba vacío, sin señales de lucha o de que
alguien se hubiera ido apresuradamente. Algunos vecinos afirmaron
haber visto sombras moviéndose en las ventanas del octavo piso,
mientras que otros dijeron haber escuchado susurros y risas
provenientes del ascensor en plena noche.
Años
después, Carlos decidió enfrentar sus miedos. Subió al octavo piso
y se detuvo frente a la puerta del apartamento abandonado. A pesar de estar
cerrada con llave, sentía una corriente fría filtrarse por debajo
de la puerta, como si el mismo aire estuviera impregnado de tristeza
y miedo.
Con
un escalofrío recorriendo su espalda. Las puertas del ascensor se cerraron tras
él y, al mirar el espejo, vio su propio rostro reflejado, pero por
un breve instante, pareció que algo más se movía detrás de él. Un
rostro conocido, una sonrisa siniestra que no pertenecía a este
mundo.
Carlos
salió del edificio esa noche, pálido y tembloroso, convencido de
que había visto a su amigo de la infancia y a su madre atrapados en el reflejo del
ascensor, perpetuamente esperando en un ciclo interminable de terror.
Nunca volvió a mencionarlo, pero la historia continuó propagándose,
cada vez más oscura y retorcida.
El
edificio siguió de pie, su fachada antigua y desgastada, testigo
silencioso de los misterios que albergaba. Y en las noches más
silenciosas cuando todo estaba en calma, los vecinos afirmaban
escuchar los ecos de una voz infantil llamando a su madre, perdida
para siempre en la penumbra de un ascensor que nunca llegaba a su
destino.
Fin
Uf!!
ResponderEliminarMuy terrorífico
ResponderEliminarNose si podré subir en mi asvensor🙄
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