Un domingo cualquiera

—¿Entonces ahora soy "el tacaño del grupo"? —Sergio estaba de pie junto al fregadero, con los brazos cruzados.

Clara, aún en pijama, se encendió un cigarro y se encogió de hombros.

—Si no quieres que te llamen tacaño, deja de hacer cosas de tacaño. ¡Joder!

—¿Ah, sí? ¿Qué cosas?

—Como decir que el pan de la cena era caro.

Sergio abrió las manos, incrédulo.

—¡Cuatro euros por un pan! Eso no es caro, es un robo.

—Es pan artesanal, Sergio, no una barra de plástico del supermercado.

—El pan es pan.

Clara resopló y apagó el cigarro en el cenicero.

—¿Sabes qué? Haz lo que te de la puta gana, Sergio. Pero no me pongas esa cara de mártir porque me pones enferma.

Él se quedó mirándola durante unos segundos, con la mandíbula tensa, y luego se giró hacia la puerta.

—Voy a correr.

—¡Pues corre, Usain Bolt! ¡Tira a tomar por el culo!—gritó Clara mientras él salía, cerrando la puerta con un golpe.

En cuanto escuchó los pasos de Sergio alejarse por la escalera, Clara sacó su móvil.

—¿Es Rufo? Ya está fuera. Hacedlo rápido y no me llaméis después.

Colgó y suspiró, abriendo la nevera para abrir una botella de champán,  la más  cara de la tienda. Mientras bebía un trago, pensó en lo bien que se sentiría una vez viuda y rica, cuando todos los seguros de vida y un largo etcétera fueran para ella solita.

Mientras tanto en el parque, Sergio trotaba por el camino de tierra con el ceño fruncido, repasando mentalmente la discusión. "¿Cuatro euros no es caro? Claro, porque no los paga ella", pensaba mientras esquivaba a un niño en bicicleta.

Entonces, lo vio: un hombre con gorra y gafas de sol que parecía seguirlo. Sergio intentó no darle importancia, pero cuando dobló una esquina, otro hombre, con chaqueta de cuero, apareció justo delante de él.

—Eh, Sergio, ¿verdad? —dijo el de la chaqueta.

Sergio parpadeó, confundido.

—¿Nos conocemos?

—No exactamente. —El hombre sacó una libreta y revisó algo en sus apuntes—. Pero, mira, no te asustes. Esto es rápido y limpio.

—¿Qué?

Antes de que pudiera reaccionar, otro hombre apareció detrás de él, mascando chicle y hablando por teléfono.

—¡Eh, tíos! ¿Qué hacéis aquí? Este encargo es mío.

El de la chaqueta se giró, irritado.

—¿Cómo que tuyo? Nos contrataron ayer.

—Pues a mí me llamaron hace una hora. Esto es territorio mío, amigo.

Sergio levantó una mano, todavía procesando lo que estaba pasando.

—Perdonad, pero... ¿alguien me puede explicar qué hostias está pasando?

—Nada personal, Sergio —dijo el de la libreta, ignorándolo—. Pero tu mujer contrató a dos equipos. Es un lío, lo sabemos.

—¿Cómo que dos equipos?

El del chicle señaló al de la chaqueta con desdén.

—Esto pasa cuando aceptáis trabajos sin confirmar. Un desastre.

—¿Perdona? Yo siempre confirmo.

Mientras discutían, Sergio empezó a retroceder lentamente. Cuando vio su oportunidad, giró sobre sus talones y corrió como nunca antes en su vida.

Clara estaba en el sofá, leyendo el libro: Esperando a mister Bojangles, cuando Sergio entró jadeando, con la camiseta empapada de sudor.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, desconcertada y molesta.

Sergio cerró la puerta de un portazo y se apoyó en la pared, tratando de recuperar el aliento.

—¿Por qué contrataste a dos equipos?

Clara arqueó una ceja.

—¿De qué hablas?

—De que querías matarme, Clara. Lo cual ya es bastante malo, pero encima lo hiciste fatal.

Ella dejó muy a su pesar su libro aparcado en la mesa y se encendió un cigarro.

—No sé de qué me estás hablando, Sergio.

—De que uno de tus "profesionales" tenía una libreta y otro mascaba chicle mientras discutían por quién tenía prioridad.

Clara exhaló el humo con calma.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Pedir referencias?

Sergio se quedó mirándola, incrédulo.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—A ver, Sergio, no es tan fácil organizar un asesinato. Además, si no fueras tan pesado con el dinero, no habría tenido que hacerlo.

Sergio se dejó caer en una silla, agotado.

—Esto es surrealista.

Clara lo miró con cierta lástima, como si hablara con un niño pequeño.

—No, surrealista es que sigas defendiendo que cuatro euros por un pan es un robo.

Él cerró los ojos y suspiró profundamente.

—Clara, necesito un café.

—Hazlo tú.

Sergio se levantó, fue a la cocina y se sirvió una taza. Mientras revolvía el azúcar, pensó que tal vez ese pan artesanal valía la pena después de todo.



FIN


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