El silencio de los Pirineos

 En la vastedad silenciosa de los Pirineos aragoneses, Inés vivía en un pequeño pueblo,

una reliquia donde las casas de piedra eran testigos mudos del tiempo. Los días

transcurrían entre monotonía y nostalgia. Inés había regresado al pueblo tras una vida en

la ciudad, buscando escapar del bullicio y reencontrarse con sus raíces. Pero lo que

encontró fue un silencio abrumador. Su rutina consistía en largas caminatas por senderos

bordeados de trigo y girasoles marchitos, paisajes antaño fértiles. Cada atardecer, se

sentaba frente a la ventana, viendo cómo el sol se ocultaba tras las montañas. Recordaba

las voces de sus abuelos, las historias de un tiempo en que el pueblo estaba lleno de

vida. A medida que pasaban los días, la soledad calaba más hondo. Las noches, se

volvieron opresivas, y el frío de los inviernos se instaló en su pecho. Inés empezó a sentir

una desesperanza creciente, una sensación de abandono que no lograba sacudirse. La

conexión con la naturaleza, que antes la consolaba, se transformó en un recordatorio

constante de su aislamiento. Una noche, caminó hasta el puente, para mirar el agua

oscura. Los pensamientos se arremolinaban en su mente hasta que una paz extraña se

apoderó de ella. Al amanecer, un vecino encontró su cuerpo inmóvil junto al puente. El

viento siguió soplando, llevándose los últimos suspiros de una mujer que, en su búsqueda

de paz, encontró la más triste de las despedidas.


Fin.

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