Relato

Él y ella.

Ella gritó.

-¿Qué ocurre? -dijo él.

-Ha salido el sol  -contestó ella con voz nerviosa.

Él piensa  que hoy fue el sol. Ayer  un maldito arco iris y hace unos días  la causante de su ansiedad fue provocada por unos copos de  nieve formando pequeños granos de arroz alrededor de la ventana. Por eso no contesta. Porque siempre es lo mismo. Está cansado de ella y se inunda en un silencio, intentando expulsar las palabras constantes y absurdas de su mujer de su cabeza. Tantea a su alrededor  y con una mano  se sienta en su sillón.

-¿Pero, no vienes?

Su voz denota una insistencia frágil, algo semejante a cuando las cuerdas vocales flaquean. En el momento en el que parece que la vida fuera  un castillo de naipes y sé percibe que de un momento a otro alguien soplará para salir volando a algún lugar que nadie conoce, pero que saben que no les gustará.

Llevan veintitrés días confinados. La mujer siente el rayo de luz. Percibe el círculo luminoso asomándose por la ventana  y formando un halo claro en mitad de la habitación.

Al final decide acudir a la voz angustiosa de su mujer. Despacio. Puede escucharla en un monólogo que no cesa. Está enfadada. Al él no le importa. Es más, le gusta saberse el causante del estado de su esposa.

Recorre el pasillo estrecho arrastrando los pies, como si todo el peso de la gravedad recayera sobre su cuerpo. Cuanto más avanza  más alto la oye.

Se coloca  en el quicio de la puerta. Siente a través de  su habla  la amargura de su esposa. Sonríe para sí mismo. Está así un buen rato  hasta que ella lo llama de nuevo.

Ella sabe que él está al otro lado. Lo huele. Su colonia lo ha impregnado todo.

-Ya se ha marchado -dice ella.

-¿Quién?

-El sol ¿quién si no? Te pedí que vinieras.

Él hace un gesto de resignación con los hombros y se da media vuelta. Desanda lo caminado despacio. Arrastrando los pies. Conoce a la perfección el camino que le llevará a la otra habitación a través de aquel pasillo oscuro y angosto. Solo en el último tramo da un pequeño traspiés. Su respiración se agita involuntariamente. Palpa a su alrededor  tanteando con cuidado hasta que lo roza. Ahí está su bastón. Lo agarra con suavidad. Lo acaricia y lo empuña con torpeza. Se apoya en el puño metálico. Lo siente frío. Lo golpea contra el suelo y siente algo; se agacha; ahí está el bastón de ella. Con la otra mano lo sostiene; es más pequeño que el suyo. Vuelve a recorrer el pasillo. Se siente cansado. Ya no la oye  pero la siente respirar.

-Necesito mi bastón -dice ella.

-No sé donde está, deberías de tener más cuidado con tus cosas.

-Entonces ven aquí y ayúdame.

El atardecer de otoño se asoma por la ventana. Fuera corre el viento. Las temperaturas han descendido. Unos cuanto gatos se han adueñado de la acera. Pueden escuchar sus maullidos. Hay una gata en celo.

-¿Me ayudas, Álvaro?

Él se da la vuelta. Piensa que ya ha recorrido demasiadas veces el pasillo durante ese día. Camina despacio con un bastón en cada mano. No lo hace acorde  ya que el bastón de ella es más pequeño. Se siente aliviado cuando se acomoda en su viejo sillón. Apoya su bastón a su derecha y el de ella lo empuja con el pie. No sabe donde ha podido caer. Tampoco es su problema. Cree haber oído la voz de su mujer  y es cuando entonces alarga la mano  y con un gesto que no necesita vista, coloca la fina aguja en su antiguo tocadiscos; primer  acto de La Traviata.

Respira profundamente y deja que su sillón lo engulla. Cierra los ojos y empieza a dejar volar su imaginación. A ella  hace rato que ha dejado de escucharla.