Me llamo Leticia Soler y hace tiempo dejé de contar los días que pasan. En mi piso ruinoso, la vida se mide en colillas apagadas y latas de cerveza vacías. Cuando la ciudad duerme, yo leo; cuando despierta, yo fumo y bebo. No espero redención, solo un final digno, aunque sea oscuro. Esa noche al volver de El Tubo con los labios resecos de tanto fumar y beber, encontré el libro en mi buzón. No tenía portada, solo un título gastado en letras doradas: Los crímenes de Zaragoza. Lo abrí al azar mientras el eco de mis tacones resonaba en el suelo de madera enmohecida. Las palabras me dejaron boquiabierta: una mujer asesinada en el Puente de Piedra, su cuerpo colgado de las barandilas, balanceándose como una muñeca al ritmo del cierzo. Cerré el libro y me encendí un cigarro. Era ficción, me dije, aunque las descripciones me pusieron los pelos de punta. A la mañana siguiente, la noticia me golpeó como un puñetazo: habían encontrado a una mujer en el Puente de Piedra, colgada. Intenté ign...
Cada mañana, es lo mismo. Me levanto antes de que el despertador suene, como si mi cuerpo se hubiera aprendido a no depender de él. La casa está en silencio, demasiado, y mientras camino descalza hacia el baño, puedo sentir el frío del suelo bajo los pies, pero ya no me molesta. Me he acostumbrado. Entro en la ducha, dejo que el agua corra, siempre un poco más de lo necesario, como si en esos segundos de espera se diluyera algo que no sé bien cómo nombrar. Me inclino ligeramente hacia adelante, las manos en el borde del mármol húmedo, y entonces lo veo. Los pelos. Siempre están ahí, pegados en la rejilla del desagüe, esperando a que los recoja. Finos, castaños, algunos blancos. Nunca antes los había notado tanto. Los recojo uno por uno, con una especie de asombro mecánico, como si fueran pruebas silenciosas de lo inevitable. Los primeros días no les di importancia, pero ahora, cada mechón que cae se siente como un pequeño aviso, una señal de lo que va desapareciendo sin que ...
Era una mañana de niebla en Zaragoza cuando Sara subió al bus urbano número 39. El conductor, un hombre de aspecto cansado, la miró con una leve sonrisa antes de cerrar las puertas. El vehículo, lleno de rostros familiares del barrio, enfiló la avenida de Cataluña. Las calles se tornaban borrosas y los edificios perdían sus contornos, como si la niebla quisiera ocultar secretos. Sara, se percató que un anciano, sentado al fondo, la observaba fijamente. Su mirada era intensa y profunda, como si conociera algo que ella ignoraba. Un joven de apenas 15 años se cruzó con su patinete por delante del autobús. El conductor soltó un improperio al ver que además de cruzarse el joven, éste se despedía de él levantando su dedo corazón. Murmurando, el chofer continuo su ruta. En la siguiente parada se bajaron bastantes personas, quedando Sara muy a la vista del anciano. El urbano, salió de la parada situada en Balcón de San Lázaro y paró en el semáforo. El anciano se levantó y se a...
Así es... la vida viene como viene...
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