En la vastedad silenciosa de los Pirineos aragoneses, Inés vivía en un pequeño pueblo, una reliquia donde las casas de piedra eran testigos mudos del tiempo. Los días transcurrían entre monotonía y nostalgia. Inés había regresado al pueblo tras una vida en la ciudad, buscando escapar del bullicio y reencontrarse con sus raíces. Pero lo que encontró fue un silencio abrumador. Su rutina consistía en largas caminatas por senderos bordeados de trigo y girasoles marchitos, paisajes antaño fértiles. Cada atardecer, se sentaba frente a la ventana, viendo cómo el sol se ocultaba tras las montañas. Recordaba las voces de sus abuelos, las historias de un tiempo en que el pueblo estaba lleno de vida. A medida que pasaban los días, la soledad calaba más hondo. Las noches, se volvieron opresivas, y el frío de los inviernos se instaló en su pecho. Inés empezó a sentir una desesperanza creciente, una sensación de abandono que no lograba sacudirse. La conexión con la naturaleza, que antes la cons...
Cada mañana, es lo mismo. Me levanto antes de que el despertador suene, como si mi cuerpo se hubiera aprendido a no depender de él. La casa está en silencio, demasiado, y mientras camino descalza hacia el baño, puedo sentir el frío del suelo bajo los pies, pero ya no me molesta. Me he acostumbrado. Entro en la ducha, dejo que el agua corra, siempre un poco más de lo necesario, como si en esos segundos de espera se diluyera algo que no sé bien cómo nombrar. Me inclino ligeramente hacia adelante, las manos en el borde del mármol húmedo, y entonces lo veo. Los pelos. Siempre están ahí, pegados en la rejilla del desagüe, esperando a que los recoja. Finos, castaños, algunos blancos. Nunca antes los había notado tanto. Los recojo uno por uno, con una especie de asombro mecánico, como si fueran pruebas silenciosas de lo inevitable. Los primeros días no les di importancia, pero ahora, cada mechón que cae se siente como un pequeño aviso, una señal de lo que va desapareciendo sin que ...
Me llamo Leticia Soler y hace tiempo dejé de contar los días que pasan. En mi piso ruinoso, la vida se mide en colillas apagadas y latas de cerveza vacías. Cuando la ciudad duerme, yo leo; cuando despierta, yo fumo y bebo. No espero redención, solo un final digno, aunque sea oscuro. Esa noche al volver de El Tubo con los labios resecos de tanto fumar y beber, encontré el libro en mi buzón. No tenía portada, solo un título gastado en letras doradas: Los crímenes de Zaragoza. Lo abrí al azar mientras el eco de mis tacones resonaba en el suelo de madera enmohecida. Las palabras me dejaron boquiabierta: una mujer asesinada en el Puente de Piedra, su cuerpo colgado de las barandilas, balanceándose como una muñeca al ritmo del cierzo. Cerré el libro y me encendí un cigarro. Era ficción, me dije, aunque las descripciones me pusieron los pelos de punta. A la mañana siguiente, la noticia me golpeó como un puñetazo: habían encontrado a una mujer en el Puente de Piedra, colgada. Intenté ign...
Así es... la vida viene como viene...
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