Amantes.
Hubiera reconocido aquella mirada triste de ojos caídos entre un millón. Habían pasado más de veinte años años y ahí, frente a la Plaza Del Pilar, volví a encontrarme con aquellos ojos del color del mar. —Que aproveche y feliz día de San Valero—dijo. Me quedé embobado. Aún quedaban resquicios de antaño: su cara, todavía de aspecto aniñado; su pelo a la altura de aquel cuello que tantas veces había mordido, del color de la plata vieja. Un murmullo ronco a mi espalda denotaba una prisa malhumorada para que aligerara el paso. —Gracias por el roscón, Pilar—respondí deseando con todas mis fuerzas que reconociera mis ojos. Me largué de ahí con el dulce en una mano y mi corazón del revés. —¡Espera Marcos! La vi caminado hacia mi entre la niebla espesa y, cuando estaba a menos de un palmo, me agarró de una mano y me abrazo. Hundí mi nariz entre su bufanda y aspiré su olor. Nos miramos a los ojos, aún cogidos de la mano. —Me alegro much...